La película, que llega a las salas argentinas mañana, es un relato clásico, que a partir de la pregunta primigenia sobre cómo retratar a una figura histórica que buena parte del planeta conoce, y de la que incluso muchos tienen una opinión formada, Ridley Scott se decide por el espectáculo grandioso en la búsqueda del entretenimiento genuino.
En ese sentido, el director de “Alien, el octavo pasajero”, “Blade Runner” y “Gladiador”, entre otros títulos, es un realizador de la industria y como tal, sabe contar de manera eficiente para públicos masivos. Entonces, “Napoleón” se inscribe en el clasicismo, con una historia que va a de lo particular a lo colectivo, del drama personal a la gloria para la posteridad.
Apenas cuatro años después del comienzo de la República en 1789, el joven teniente nacido en la isla de Córcega obtiene una resonante victoria al recuperar la ciudad portuaria de Tolón en manos de los realistas aliados a los ingleses, un logro que fue reconocido con el cargo de General de Brigada para Bonaparte, que desde allí no paró de crecer como figura pública.
El guion de David Scarpa (“Todo el dinero del mundo”) muestra la acumulación de capital militar y político de Napoleón, primero con la mencionada batalla de Tolón y luego con la famosa batalla de Austerlitz -en donde derrotó a la alianza estratégica ruso-austriaca-, junto con las conquistas en Italia y Egipto, que inevitablemente lo ubicaron con peso político propio, necesario para que en 1799 encabezara un golpe de estado para sacar a un gobierno desprestigiado por la corrupción, por el que fue nombrado Cónsul y poco tiempo después, Emperador de Francia.
Ridley Scott documenta los hitos militares de manera formidable, con realismo y un pulso privilegiado para la acción que, por caso, ya había demostrado en las grandes batallas de “Gladiador”; también da cuenta con solvencia de las intrigas palaciegas y del clima de época marcado por las polémicas políticas, que tenían a la guillotina como clausura de cualquier discusión.
Pero también está el “interior” de “Napoleón”, en donde sí los palacios y residencias son los escenarios de los tironeos del poder, pero sobre todo en donde se juega el eje central de la película, que es el amor desbordado del personaje por Josefina (Vanessa Kirby).
La relación, improbable por diferencias de clase y educación, se da, progresa y se consolida, aunque en el medio se suceden las infidelidades mutuas, la búsqueda obsesiva de un heredero y las presiones externas que debieron soportar.
Sin embargo, el amor entre ambos sobrevive y el filme del realizador británico parece abonar la hipótesis de que la desmedida ambición de Napoleón Bonaparte encontró en Josefina el sustento para crecer y, si se quiere ir un paso más allá, la razón de ser de todas sus conquistas.
Pero si el eje es el amor entre dos protagonistas destinados a no estar juntos, el gran acierto del relato es el coming-of-age de Napoleón Bonaparte, que muestra en detalle cómo aprendió a ser un brillante estratega militar, también a ser político, gobernar y, claro, cómo debió aprender a amar y luego sostener su pasión por Josefina.
Entretenida, con un buen trabajo de Joaquin Phoenix acompañada por una descollante Vanessa Kirby, “Napoleón” es una película entretenida, cine industrial de calidad que a pesar de algunas irregularidades –la vida de Napoleón hablada en inglés es un despropósito-, cumple con el objetivo de ofrecer un espectáculo de fácil consumo y disfrutable.