El astrofísico británico Stephen Hawking, que desafió las expectativas de una muerte temprana para convertirse en el científico más popular del mundo, falleció este miércoles a los 76 años en la ciudad universitaria inglesa de Cambridge.
Una fuente de la universidad explicó a la AFP que su salud se había deteriorado en los últimos meses y que “se apagó en su sueño”.
Hawking, cuyo libro “Historia del tiempo”, aparecido en 1988, se convirtió en un superventas y lo catapultó al estrellato, dedicó su vida a desentrañar los misterios del universo y, aunque nunca ganó el premio Nobel, era más célebre que cualquiera de los que lo hicieron.
Nació en Oxford, hijo de profesores, y murió en Cambridge, dos grandes centros británicos del saber en los que destacó esta “mente brillante y extraordinaria”, en palabras de la primera ministra Theresa May.
“Estamos profundamente tristes” por la muerte de nuestro querido padre, anunciaron los hijos de Hawking, Lucy, Robert y Tim, en un comunicado. “Fue un gran científico y un hombre extraordinario cuyo trabajo y legado perdurarán muchos años”.
Este miércoles, en Cambridge, las muestras de pesar se combinaban con las de agradecimiento.
Las banderas en la facultad Gonville y Caius, en la que fue profesor, ondeaban a media asta y los estudiantes y docentes firmaban el libro de condolencias.
“Era muy divertido y tenía un gran sentido del humor (…) Me lo pasé muy bien con él”, explicó a la AFP Justin Hayward, que elaboró su tesis doctoral entre 1991 y 1995 bajo la supervisión de Hawking.
Sus brillantes ideas y su ingenio le hicieron ganar admiradores de todos los ámbitos, mucho más allá de la astrofísica, y se le llegó a comparar con Albert Einstein e Isaac Newton, algo que desdeñaba.
Hawking desafió las predicciones de los médicos, que, a mediados de los años 1960 le dieron sólo unos años de vida después de que le diagnosticaran una forma atípica de esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad que ataca a las neuronas motoras encargadas de controlar los movimientos voluntarios y que lo dejó en silla de ruedas.
El resto de su vida, solía decir, fue “un regalo”.
La enfermedad le fue dejando progresivamente paralizado, hasta el punto de que solo podía comunicarse a través de un ordenador que interpretaba sus gestos faciales gracias al único músculo que controlaba, el de la mejilla.