Por Santiago Berioli. Son contundentes frases las que asoman en las redes sociales y se juegan como anchos de espada sobre las mesas de café o se vociferan a vena hinchada en las reuniones familiares y que aún hoy nos demuestran que no aprendimos nada.
¿De quién? De Mauricio Macri y de Alberto Fernández, a quienes los fanáticos de un lado y del otro de la grieta siguen impregnando de insultos y conceptos agraviantes sólo por representar intereses contrapuestos y, en el peor de los casos, por no haberlos defendido a ultranza en el traspaso de mando.
Así es como, fanatismo mediante, ambos se fueron insultados por ambas veredas de la grieta que todo lo devora.
Más allá de entrar en consideraciones minuciosas sobre los ejes profundos de la grieta, en donde seguramente nos posicionaríamos de un lado del otro aún con moderación; los más exacerbados terminaron no sólo insultando líder al que está enfrente, sino al propio. ¿Y por qué?
Porque no aprendimos.
En lo que fue uno de los actos de civismo e institucionalidad más memorables de este siglo al menos, ambos mandatarios, acérrimos contrincantes, representantes de ideas diametralmente opuestas, se fundieron en un abrazo, traspasaron el mando y dejaron atrás las diatribas para enviar a la sociedad una señal clara.
Lejos de tomar esa señal, opinadores radicalizados vieron en la cordialidad, necesaria para el momento que vive el país, una afrenta hacia su propio odio.
“Vengo a unir la mesa de los argentinos”, dijo luego Alberto en su discurso casi como una continuidad de su momento histórico-institucional-gubernamental que compartió con Macri.
Y sino, recordemos como terminó el mandato de Cristina en 2015, y cuál fue su gesto de intolerancia, aún en ese mismo acto en 2019.
Que Chetolandia, que Peronia del Sur, Peronia del Norte. Desde octubre a esta parte son muchos los discursos que han intentado profundizar la grieta que por más de una década enardeció las discusiones políticas de los argentinos hasta límites de intolerancia inconcebibles en tiempos pasados.
Ante tanto empuje de los totalitarismos en América Latina, aunque solo sea por la salud de nuestra democracia, en vez de decir: “Macri es un imbécil” o “Alberto es un imbécil” podríamos comenzar como argentinos a tomar su ejemplo, debatir en las diferencias, luchar por nuestros ideales, pero abandonar ese halo de superioridad con que nos referimos a los “negros” o a los chetos” para entender que hablamos sólo de otro argentino que piensa y vive diferente. Como lo hicieron Macri y Alberto el 10 de diciembre en el Congreso.