Por Santiago Berioli. En 1762, uno de los libros más influyentes de la sociología, “El contrato social” de Jean-Jacques Rousseeau, ya planteaba cómo los individuos deciden bajo una voluntad general atenerse a las reglas del estado de derecho que asegure las libertades para poder convivir.
Sin ahondar en una teoría que lejos podría estar de lograr explicar en profundidad, la situación social efervescente que se vive en distintos puntos de Latinoamérica es la rotura del contrato de gran parte de los individuos que componen la sociedad.
Las causas son múltiples y, en muchos casos, no son recientes, son producto de años y años de gestación.
Las clases bajas, pero principalmente las clases sociales cuya educación les permite ver a lo que podrían acceder y no pueden, se hartaron y decidieron romper ese contrato social bajo el que se mueven diariamente con total docilidad.
Es que los pueblos de Chile, Ecuador, Perú, Brasil y en menor medida Argentina, ven como los sacrificios constantes que hacen para poder tener pequeños avances económicos, poder sostener su status o en todo caso, no perder tanto de su poder adquisitivo, se ven contrastados constantemente con la situación de quienes tienen el poder de decisión.
Abandonados por su sentido común, enfrascados en una realidad paralela, dirigentes y empresarios parecen abstraídos de ese caldo social que se va gestando y continúan con las prácticas que llevan a la ebullición final.
El presidente chileno Sebastián Piñera dictando el toque de queda por teléfono desde un coqueto restaurante, o el gobernador de La Pampa gritando a los cuatro vientos: ”Nosotros los políticos no nos preocupamos porque caemos siempre bien parados, la que sufre es la gente”, son sólo dos ejemplos recientes de esa realidad paralela.
Pasa que, de repente, en algunas ocasiones, el pueblo se cansa de no ser escuchado, de seguir aportando y apostando a la sociedad que poco le devuelve. Y cuando las relaciones de parte en un contrato se tornan desiguales, el contrato se rompe.
En una individualidad, cuando un contrato se rompe, las partes toman diferentes caminos.
En la sociedad, cuando ese contrato se rompe, quien viene aceptando las normas, no las tolera y requiere otras. Y la forma de romper ese contrato, desde 1789 cuando se desató la revolución francesa hasta esta parte, nunca es pacífica.
¿Podrían serlo cuando el más beneficiado en ese contrato quiere seguir manteniendo sus derechos y privilegios y el más perjudicado quiere romper con todas esas cadenas legales que lo atan a la sociedad? Parece una quimera.
Cuando la justicia funciona sólo para algunos, los privilegios sociales y económicos son para pocos, las ideas no se debaten sino que se imponen, una gran masa de gente se queda sin ningún beneficio para “ser” parte de esas sociedad, cuando eso se hace masivo, se rompe el orden establecido. La sociedad estalla: como pasó en Francia en 2018, en Ecuador o en Chile, o con otros matices totalmente opuestos, en Catalunya.
Las próximas elecciones de Argentina parecen ser un punto de inflexión en vistas a descomprimir una situación que podría tomar los mismos carriles.
Cuál va a ser el contrato que se firme tras esa situación democrática, será el gran dilema a resolver y si una parte de la sociedad que no está de acuerdo con el resultado de esa instancia democrática es capaz de aceptar los nuevos términos.
Hay algo que es claro: un pueblo, una nación, una sociedad es la suma de todas las mayorías y minorías que la componen. Si al establecer las pautas de convivencia y relación social, los gobiernos no buscan un equilibrio, no brindan derechos igualitarios y no contemplan los reclamos, el contrato, tarde o temprano, se romperá.
Ilustración: Noe Gaillardou