En una tribuna con capacidad para 11.200 personas casi completa. Al tipo lo vienen embriagando a golpes de puño y patadas donde más duele. La golpiza no acaba, se prolonga escalón tras escalón. El tipo se ahoga, ya no puede gritar, ni siquiera decir “paren bestias, ¡basta!”. Se queda sin voz y cae al vacío.
La turba se calló para siempre para el joven de 26 años de edad, Emanuel Balbo. Quedó en un estado de muerte cerebral, con “un uno por ciento de posibilidades de sobrevivir”, según el diagnóstico del hospital de Urgencias, donde terminó internado luego del primer tiempo del último Belgrano-Talleres.
Detrás de la muerte de este joven está el drama de una familia con otra muerte trágica a cuestas, la de otro hijo, Agustín Balbo, de 14 años de edad, atropellado junto a Enrique Díaz, de 15, en barrio Ciudad Ampliación Ferreyra, por un vehículo que al parecer corría una demencial picada.
La intolerancia es tan grande que aún restringida la asistencia de público visitante a los partidos de fútbol; la creación de organismos de prevención y seguridad en espectáculos deportivos; la inversión en efectivo de seguridad que no tiene efecto prácticos ni modifica ninguna pauta de comportamiento agresivo; la censura de cantos xenófobos, nada de eso garantiza la paz en los estadios.
En una entrevista radial, el padre de Emanuel reprochó que entre los 11 mil habitantes de esa tribuna fatal no haya habido la voluntad suficiente para detener las agresiones contra su hijo. “En Argentina pareciera que la vida es como el yuyo, no vale nada”, graficó.