Llevo ya 30 años en el oficio del periodismo y durante varios veranos me tocó trabajar para la sección Sucesos de La Voz del Interior en la que a diario tuve que cronicar hechos delictivos, robos, crímenes horribles y sinsentido en toda la provincia de Córdoba. En Carlos Paz, como parte de este medio y también como corresponsal del diario, me han tocado también horrendos casos de inseguridad en los que, más allá de la coraza que uno se pone para poder hacer frente a lo que el oficio impone, siempre intenté estar atento a la mirada humana, a las situaciones por las que las víctimas atraviesan en cada situación.

Pero ahora me tocó a mí. Le tocó a mi hijo, en mayor medida.  En febrero de este año, mientras estaba en la parte trasera de la casa que alquilo en la calle Edison, en pocos minutos se llevaron mi computadora, varias cámaras de foto con las que trabaja mi hijo Emilio, la cartera de una amiga que había llegado a visitarme 10 minutos antes, y dos celulares. Fueron 10 minutos en plena siesta. Y tuve que agradecer (¿agradecer?) no haberme cruzado con los ladrones.

Pero este miércoles fue peor, mucho peor. Como todos los días salí de mi casa a la misma hora de siempre para hacer mi programa de radio en la Más Rock. Mi hijo, que se había quedado editando videos hasta la madrugada, siguió durmiendo hasta que unos minutos después de mi salida, tres personas ingresaron a la casa pateando una puerta trasera.

Entraron y tomaron uno o varios cuchillos de la cocina y un martillo. Después se metieron en la habitación de mi hijo y le pegaron una trompada en la boca, lo tajearon con un cuchillo en el cuello y lo ataron con un cable. Todavía no me contó más detalles pero sé que como pudo se desató y salió a la calle a buscar ayuda. No había todavía vecinos despiertos en la cuadra y volvió hasta una computadora de escritorio que no se pudieron llevar. Por Instagram se contactó conmigo y otros contactos que me avisaron por teléfono lo que había pasado.

Prefiero no contar detalles de mi desesperación pero el lector lo puede imaginar. Llegué rápido a casa y me encontré a mi hijo desbordado y asustado. Emilio tiene 20 años, recién arranca su carrera como fotógrafo y cámara, carrera que tomó con una pasión admirable y un espíritu de apertura al aprendizaje que conmueve (al menos a mí, que soy su padre).

Y, otra vez, perdió todo su equipo de trabajo. Absolutamente todo su equipo. Se llevaron también su teléfono y su bicicleta y una computadora con la que yo trabajé hasta la noche anterior y que ya tenía sus años de batalla.

Unos días antes, le había dicho a Emilio que la situación de inseguridad era (es) muy preocupante en la ciudad y que teníamos que cuidarnos. No alcanzó. Tampoco me conforma mucho pensar en lo que podría haber pasado porque en realidad nadie tiene que pasar por nada de esto.

Entre todo, tanto mi hijo como yo estamos agradecidos al trato que tuvimos por parte de la policía que llegó al lugar a los pocos minutos de mi llamada.

Pensé durante varias horas si estaba bien o si estaba mal publicar nuestro caso como nota periodística. No estoy de acuerdo con los colegas que utilizan sus cuestiones personales para llevarlas a los medios en los que trabajan. Lo charlé con Emilio y me dijo que “está bueno que se sepa” para que los vecinos tomen sus recaudos y nos cuidemos entre todos.

Como nota final, agradezco a mi familia, a los amigos y colegas que se preocuparon y nos mandaron sus muestras de afecto.

Y publico los elementos robados para que nos avisen si alguien los ofrece para vender.