“Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha”. Víctor Hugo.
En un libro que recomiendo: Los mitos del medio ambiente, Sergio Federovisky ( investigador y comunicador ambientalista, ex vecino de Carlos Paz) señala -con bastante sentido común- en qué medida, en todos los niveles de la comunicación, en los últimos años ha crecido la divulgación de los problemas ambientales, sin que esos problemas proporcionalmente disminuyan sino que, por el contrario, se acrecienten. Grandes ciudades que prometen ser “ciudades verdes” o que hablan de “basura cero”, o de hermosos lagos que en realidad están súper contaminados, como el San Roque (con Los Molinos ya sucede lo mismo, esperando, como los restantes lagos aún sanos de la provincia, que los desarrollistas mantengan la debida distancia de sus costas); lo mismo que la multiplicación de agrupaciones de verdaderas hormiguitas ecológicas o de ingenuos ecomísticos o “ecololós”, que se esfuerzan al mismo tiempo que, sin embargo, acontecen los más grandes desastres ambientales que ha tenido nuestro planeta (el derrame petrolero en el Golfo de México, el tsunami y la fuga radiactiva de Fukuyama, el Katrina, la contaminación de 500.000 hectáreas de la selva amazónica en Ecuador..) . Qué contradictorio, ¿verdad?
Nuestra cultura nos permite encontrar en las características del mito una aproximación a la comprensión de esta contradicción, especialmente en razón de la acepción de mito que define como tal a aquello que suele ser reiteradamente enunciado como verdadero, a sabiendas de su falsedad intrínseca. Según Federovisky, “los mitos ambientales aparecen entonces como intentos profanos de calmar esa angustia con la enunciación de sencillos procedimientos que garantizarían la solución a esos dilemas..”(2012:22) Algo así como intentar curar un cáncer con aspirinas.
El discurso ambientalista
En tanto discurso argumentativo, el ambientalista (igual que el de la política) es un discurso que fundamentalmente procura persuadir. En una época como la actual, dominada por la comunicación y la publicidad, los recursos retóricos juegan un papel central, y el de la ecología, en gran medida, es uno de ellos (puesto que su otro “discurso” es el “cientificista”, con el que generalmente biólogos, químicos o ingenieros formulan y registran estadísticas y datos duros).
Sabido es que la argumentación, contrariamente a la demostración científica, se mueve en terrenos que no dependen de la comprobación sino de la opinión: sólo argumentamos sobre las cuestiones abiertas a la contradicción y el debate. La clave es lo plausible y no lo cierto. Lo verosímil -no lo olvidemos- es una proposición que parece verdadera, pero sólo aún pareciéndolo, la mayoría de las veces convence más que la propia verdad.
El mito de la normalización- Lo decible
Pero con ser argumentativo y tener por objetivo convencer al oyente/lector, el discurso ambientalista, como cualquier otro discurso, tiene ciertos límites .
Según teóricos del análisis del discurso, como Marc Angenot, existirían unas reglas ocultas que rigen “todo lo decible y lo pensable en una sociedad”; reglas que regulan y controlan lo que se dice: desde lo académico hasta lo periodístico. A esto Angenot básicamente lo demuestra a través de las conclusiones de su detallado trabajo: 1889- Un estado del discurso social. Allí el antropólogo canadiense definirá, por ejemplo, el concepto de “hegemonía discursiva”, que se completa con lo que agrega en otra publicación: El discurso social. Los límites de lo pensable y lo decible (Siglo veintiuno, 2010) La prueba más simple de tal oculta presencia modeladora de lo contemporáneo decible (o no decible), es propuesta por Angenot con una invitación a volver a cualquier época pasada y leer los discursos vigentes en ese momento (desde los enunciados científicos o educativos hasta los chistes en uso). Además de la certeza de que se tendrá una opinión crítica sobre la forma de pensar que era corriente en esa época pasada (de manera parecida a la gracia que hoy nos causa la forma en que los antiguos griegos explicaban los fenómenos de la naturaleza, valiéndose de historias de titanes y dioses olímpicos), surge de esta experiencia el hecho de que no somos capaces de mirar tan críticamente lo que pensamos y decimos nosotros hoy mismo, a pesar de que, seguramente, los individuos que vengan dentro de 50 años, se reirán de nuestras formas, de la misma manera que hoy nos reímos de “cómo pensaban” individuos de generaciones anteriores.
Hay por lo tanto algo inconsciente que unifica y modela pensares y decires de nuestra época, y ese algo, por distintas razones, es invisibilizado por nosotros mismos.
El problema sería, entonces: ¿cómo objetivar, cómo hacer visible ese gran rumor que subyace a la época? ¿En qué expresiones, indicios o señales buscarlo?. Por eso hay que hacer semiótica seriamente. O análisis cultural. Investigación periodística en serio. Y social por supuesto: pero siempre críticamente, sospechando, leyendo entre líneas. Hay que desenmascarar y hacer visible este escondido rumor de la época que actúa como un gran poder, normalizando y legitimando muchas conductas públicas e institucionales que son los instrumentos más poderosos para la victimación de la naturaleza. Casos excepcionales, como la Constitución de Ecuador, consideran a la naturaleza y a la tierra sujetos de derecho, y a los crímenes que se cometen contra ellos, pasibles de ser juzgados -como los crímenes de lesa humanidad- desde cualquier jurisdicción internacional, obligando a los culpables a devolver proporcionalmente (a la naturaleza y a la tierra) los beneficios que la victimación les hubiese proporcionado.
Ese rumor hegemónico (y hegemonizante) es uno de los rostros del mito de la normalización que procura establecer todo sistema dominante: de que sostengamos como obvio y verdadero algo que no lo es. Que consideremos natural ( es decir, que naturalicemos) algo que muy lejos está de serlo.
A mí me parece que aceptar -por un lado- sin protestar la destrucción de las laderas de las montañas que producirá la Autovía hacia el Norte de Punilla, mientras -que por otro- se defiende mediante expropiaciones la ladera del cerro en la zona de la Aerosilla, tiene mucho que ver con lo que acabo de decir (por no detenernos en lo contradictorio que es pregonar que se lucha por descontaminar el San Roque, callando lo que contaminaría la Autovía si remueven los materiales de una mina de uranio que en épocas de lluvia drena sobre el río Cosquín…).
Seguiremos con el tema en una próxima columna.