Cómo se construye una mirada del mundo?, ¿al amparo de qué tipo de representaciones, creencias, prejuicios y pasiones uno le da forma a su mirada del mundo? En cierto modo, también se trata ésta de una pregunta acerca de la verdad.
Una pregunta acerca de la verdad en tiempos de posverdad, o sea, una pregunta urgente en momentos en los que el clima de época ha instaurado la idea de que la verdad puede ser dicha en términos de nuestra propia conveniencia. En tiempos de una rara forma de pluralismo, en el que cada quien formula la verdad a la medida de su ‘goce’, bajo la prerrogativa de que ese criterio es incuestionable, y que la verdad ya no es deudora de ningún cuerpo de saber ni de hecho alguno. Una pregunta que estamos obligados a formularnos en ese ‘acontecimiento cultural’ llamado posmodernidad que, a fuerza de cargarse uno a uno todos los grandes relatos en su afán de deconstruir certezas ‘perniciosas’, ha terminado por instaurar la certeza más incuestionable: la verdad sólo puede ser dicha ‘a título personal’ y cosa juzgada.
En ese contexto, se inscribe la siguiente anécdota:
En un colegio de la ciudad se lleva a cabo un proyecto institucional en el que se aborda el estudio de un período, lo que en su campo disciplinar se denomina ‘historia reciente’. En él participan un grupo de docentes que, sin poseer una mirada homogénea sobre el tema, han acordado un criterio y un corpus bibliográfico que se apega como condición sine qua non al rigor académico. Por razones que no son motivo de esta columna, me consta que el esfuerzo es genuino y honesto. El proyecto tiene como actividad de cierre una visita a La Perla, ese sitio de memoria social, que funciona a pocos kilómetros de la ciudad de Córdoba y que está allí para dar testimonio de los días y las formas del horror.
Tras esa visita, uno de los docentes indagó entre sus alumnos acerca del modo en el que vivieron la experiencia. Uno de ellos respondió: “A mí, en realidad, no me afectó demasiado. Mi papá, antes de ir, me había dicho que no le preste mucha atención porque en esos lugares se miente mucho”. Sin más, nuevamente, cosa juzgada.
Nada de eso hizo mella en la creencia arraigada: “en esos lugares se miente”.
Entonces uno piensa, en torno a la verdad, en torno a esa verdad, “el amor es más fuerte”.
¿Acaso hubo en el gesto de ese padre o en la actitud e intervención del alumno mala fe? ¿Acaso podríamos imputarle alguna forma de maldad deliberada, de cinismo perverso, de negacionismo obtuso?, ¿hay allí una ‘mala persona’?
Sinceramente, no lo creo. La cuestión es otra, tal vez bastante más compleja.
Hoy, la pregunta acerca de cómo se construye una mirada del mundo excede los criterios que antaño encauzaban la respuesta. Si desde Nietzsche a Foucault han muerto tanto Dios como el Hombre, o sea, si desde ellos ya no hay sustento metafísico ni histórico que nos ampare, ¿en nombre de qué autoridad legítima se podría hablar entonces? Si, ya no la moral, sino la ética misma han sido arrasadas, y toda deliberación que pretenda inscribirse en ese campo parece ingenua, ¿en nombre de qué valor podríamos sustentar un decir verdadero? Si la razón ya no es ‘crítica’ –porque la Modernidad ha muerto– y sólo ha quedado de ella su modo ‘instrumental’, asimilado al anhelo egocéntrico y al modo de reproducción ilimitado del beneficio privado, y si todas estas representaciones forman parte del sentido común que impregna hoy el mundo de la vida, entonces, ¿por qué pensar que nosotros, en tanto sujetos contemporáneos, podríamos formular la verdad desde otro lugar que no sea el de la arbitrariedad emotiva de nuestro ombligo?
Como dignos hijos de nuestro tiempo, somos también, en muchos casos, cómplices sumisos de sus trampas y desquicios.
Después de Auschwitz, Eichmann, y Hannah Arendt, sabemos que el mal puede hacerse de modo banal. Incluso, sin saberlo, de buena fe.