Por Ivo Shande. Nunca podré entender en que momento pasó todo. En tan solo 18 meses algo que parecía insignificante, se convirtió en un monstruo que lucha sin descanso. Avanzando y dejando su rastro, impiadosamente, fue capaz de obstruir cualquier salida. Si hubiese sucedido un poco antes, quizás este relato sería otro y no me sentiría obligado a escribir esta crónica.
Por la década del 90, Daniela, una joven entusiasta, había elegido un paradisíaco lugar para formar una familia. Mucho antes de aquellos años, durante su infancia visitaba a su tía y fue de esta manera que se enamoró perdidamente del verdor de la naturaleza viva, del murmullo del arroyo y de los sapitos de colores que aparecían luego de las lluvias. Tanti, cuyo significado en lengua quechua es “lugar de encuentro” fusionaba las orillas del río calmo con las postales de aquellas familias que disfrutaban de las sierras en la época estival. Cuando llegó a la adultez, sus sentimientos la condujeron a tomar la decisión determinante de migrar de la
capital al interior de la provincia. Aquella población serrana donde todos se conocían, había experimentado en los últimos treinta años un desarrollo demográfico exagerado y constante, no obstante conservaba intactas sus raíces de pueblo.
Daniela fue parte de ese proceso porque fue creciendo al compás del pequeño poblado: tuvo hijos, edificó su casa y logró todo aquello que esa se encontraba en sus planes. Su vida y la de su familia se desenvolvían parsimoniosamente, hasta que comenzaron los últimos días de febrero del año 2020. Aquel mes quedaría en nuestra memoria, porque fue ese tiempo en que la tranquilidad y la armonía decidieron marcharse para no volver. Ella comenzó a padecer terribles dolores en la zona abdominal. Curiosamente, unos meses antes había realizado los estudios médicos porque ya estaba transitando la edad en que comienzan a manifestarse los
síntomas de la menopausia. Hay dolores que no se pueden evitar y se presentan de esta forma, sin dar aviso, súbitamente. Y así como llegan, tras algunos días, se desvanecen como la helada en las mañanas del invierno. Pero éste no era precisamente el caso. Al principio, eran malestares leves y esporádicos, poco después, se volvieron agudos y frecuentes. Sin dudas, sentía en su interior que algo no estaba bien y a pesar de que los resultados mostraban un cuadro normal, su inquietud y la situación que la aquejaba, la mantenían en un estado de alerta
constante.
Mientras tanto, en Córdoba Capital, lugar donde vivo hace ya algunos años, la gente se abarrotaba en los supermercados por temor a un posible desabastecimiento de alimentos. Marzo se asomaba tímidamente como quien no tiene una buena noticia para dar. Se sentía en el aire un clima extraño pero a la vez familiar. ¿A quién no le asusta la crisis a pesar de la costumbre de vivir en un país tan golpeado? El caos inició primero con los medios periodísticos que vaticinaban una de las peores catástrofes globales. La diferencia clasista vislumbraba el final, quizás, volveríamos a ser todos humanos con las mismas necesidades y sueños. Una especie de
final para las inequidades, un nuevo “ordenamiento social”. La compleja situación que se vivía, se agravó cuando debimos permanecer encerrados en nuestros hogares o en el sitio en donde estuviésemos en el momento en que comenzó el aislamiento. Era un escenario similar al de una guerra. Solo los servicios esenciales, como se los denominó, podían recorrer las avenidas desérticas. Una especie de toque de queda y la pandemia del Covid 19 daba sus primeros pasos.
Era 20 de marzo y la primera ola golpeaba a los gigantes europeos y asiáticos sin saña y acá en Argentina teníamos, como muchas veces se dijo, “el diario del lunes”. Se podían observar imágenes de ciudades populosas sin un alma en sus calles principales. Parecía que estaban todos muertos y realmente lo estaban. Muertos de miedo y de incertidumbre.
En este panorama completamente desalentador, los hospitales abordaron con
exclusividad la patología del Covid 19. Se enfocaron en protocolos preventivos, mientras fueron equipándose con equipos de alta complejidad para atender a los posibles pacientes que requirieran cuidados intensivos. En unos meses, algunos términos y prácticas se volvieron cotidianos y era imposible que nadie en la faz de la tierra no supiese como cuidarse de esta novedosa enfermedad. Las empresas proveedoras de insumos como guantes de látex, barbijos y alcohol en gel, ante semejante incremento en el consumo, se vieron colapsadas para satisfacer
las demandas y por momentos escasearon sus productos en las góndolas. Nunca olvidaré cuando el Ejército comenzó a fabricar alcohol en gel para distribuir entre las personas de menores recursos.
El gobierno nacional de turno no sabía que hacer al ver que las potencias sucumbían
ante el avance del virus que se expandía rápidamente, por lo tanto, ante éste enemigo invisible se tomaron medidas tendientes a promover la menor circulación posible de personas: el aislamiento social preventivo y obligatorio. Primero fueron 15 días y después 15 días más, y después otros 15 días, y así por un tiempo que pareció interminablemente eterno. Solo el canto del tenor pudo alegrar y llenar de esperanzas el confinamiento en el cielo de Alberdi. En tanto, Daniela seguía padeciendo dolores. Fue a varios hospitales pero nadie atendía a sus necesidades por entender que no se trataba de nada serio. Llegó junio, julio, agosto y los meses seguían desfilando y consultando a muchísimos especialistas, le afirmaron que su
sufrimiento era producto de las adherencias de cesáreas de antaño y que el líquido que se observaba en los estudios era sangre acumulada del mismo estado menopaúsico. Procedieron seguidamente a realizarle un legrado uterino, y lograron extraer el fluido de su interior. A las pocas semanas, nuevamente nos encontrábamos jugando con las mismas cartas, y otra vez se llevó a cabo idéntica maniobra, haciendo la salvedad de que se tomaron muestras para realizar una biopsia. En septiembre cuando estuvieron los análisis, nos explicaron que el material
extraído era insuficiente y que se debía realizar una nueva biopsia. Es sabido que no contar con una cobertura médica, muchas veces dificulta la posibilidad de acceder plenamente al sistema de salud acá, en La Quiaca, en Estados Unidos y en Marte también.
Finalmente, nos dieron la noticia que más temor nos infundía, la Dra. Torrejón del
Hospital Misericordia la diagnosticó con cáncer de cuello uterino en estadio III. Ese día comenzó una interminable despedida. Mi madre no quería hacer tratamientos quimioterápicos porque todos tenemos algún preconcepto de lo que es y de las consecuencias devastadoras en el cuerpo. El lector comprenderá que el momento en que recibimos el diagnóstico, la etapa de la enfermedad era prácticamente irreversible. No se podía realizar una extirpación y el abanico de posibilidades se limitaba solo a realizar la única práctica empírica que la medicina tradicional conoce.
Días más tarde, una mujer llamada Silvana, a la cual contacte a través de un amigo,
realizó las gestiones para poder acceder a una obra social y me enseñó cuales eran los pasos a seguir con los trámites burocráticos. Parecía que, de a poco, los medios para facilitar una atención médica de calidad iban apareciendo. Sabíamos que la lucha sería larga pero teníamos la fe de poder salir vencedores.
Mamá siempre fue una guerrera y sobre todo tenía muchas ganas de vivir. A pesar de
negarse en un principio a ir por el camino señalado, afrontó con valor cada una de las sesiones. El Dr. Iñiguez y el equipo médico del Instituto Oulton pusieron énfasis en que debíamos atacar al cáncer rápido y con todas las armas posibles. Por tal motivo, durante casi dos meses la paciente se sometió en simultáneo a radioterapia, braquioterapia y quimioterapia. Seguía solo esperar a que las circunstancias ayudaran a obtener una nueva serie de resultados para saber a ciencia cierta donde estábamos parados. Habíamos llegado al fin del verano, un verano amargo.
De idas y vueltas. Caminaba junto a mi madre por calle Deán Funes, después de salir del nosocomio del mismo nombre, en dirección a mi casa en calle Neuquén. Reflexionando sobre la vida, los sueños que quedaban por cumplir y cada palabra entraba con fuerza en mi corazón y se aferraba porque sabía en mis adentros que, lentamente, la vida la iba soltando. Le preguntaba a menudo si había sido feliz y nunca escuche una respuesta negativa de su boca. Qué difícil es ser hijo y ver que tu madre sufre y poco a poco se marchita como una dama de noche cuando el
sol se levanta. Pero más difícil es ver como mi abuela con 70 años se despide todos los días, después de visitar a mamá, esa mujer tan joven y vital que conocimos y que paulatinamente se apaga.
El cuadro, para la tristeza de toda la gente que la ama, fue empeorando a la par de la
situación económica que nos aprieta a todos sin darnos tregua, teniendo que confesar que muchas personas nos ayudaron en el camino para solventar los altísimos costos que representan el cuidado de un paciente en esta situación.
El estado, nuevamente brilló por su ausencia. No será la primera ni la última vez que se realizan políticas beneficiosas para algunos sectores a cambio de votos sin prestar atención a una familia como la nuestra en la que, además de tener un miembro con una enfermedad difícil de sobrellevar, somos trabajadores y ninguno ha percibido jamás un subsidio incluso durante los meses más difíciles de la pandemia. La ayuda no llegó porque Daniela es un número más para este sistema, un número que solo sirve para engrosar una estadística. Su estado actual es calamitoso y vemos aproximarse un desenlace fatal. Con pena sabemos que contaremos con dos horas y un velorio acompañados de 10 familiares debido a los protocolos sanitarios.
Cronico esto porque el dolor que siento es irremediable. Y porque sé que muchas personas han perdido seres queridos en estos tiempos sin posibilidad de despedirse de ellos. Quizás, mi familia fue una privilegiada de tener 18 meses de despedida. Suena hasta incluso egoísta afirmar que no me quede con nada por decir, con la espina de hacerle saber a mi madre que la amo y que donde esté ella siempre será así.
Mis hermanos y yo hablamos todos los días y buscamos facilitarle la recta final para que pueda tener una muerte digna. Me quedo con una frase que en la intimidad me dijo uno de ellos: “¿Sabes qué pasa negro? Cuando se vaya va a ser muy triste pero esto es peor… Porque yo la velo todos los días que pasan. La hablo y puede ser la última charla. Me dice que en marzo cuando mejore vamos a realizar un viaje a Jujuy. Tilcara, el cerro… y es imposible no llorar porque nos mentimos, lo hacemos porque nos amamos. Sé que no hay marzo. No hay Pozo del Indio, tan cerca quería ir negro… y capaz le dije que no tenía ganas”.
Esta crónica es el relato más real que existe porque es nuestra historia. Seguramente hay muchas “Danielas” a lo largo y ancho del territorio nacional. Se estima que alrededor del 20% de las muertes en nuestro país son por cáncer. Que esta sea una forma de honrar su memoria y la memoria de todos los que fallecieron en esta pandemia, dejando dolor en sus familiares pero también amor y el consuelo de saber que la pelearon hasta el final.