La sentencia de la Justicia de Córdoba por el asesinato de Franco Amaya es absurda, clasista, burlona y nefasta. Representa avalar el gatillo fácil y expone a los jueces y fiscales, quienes ante los hechos, las pruebas, sus dudas y las influencias, siempre benefician a los poderosos.
¡Mataron a un pibe por la espalda de un disparo a 50 centímetros de su cuerpo! El hombre que lo asesinó era un policía que, mientras estaba de servicio, ingirió alcohol junto a su compañero de turno. Tenía una intoxicación alcohólica grado 1 que, lejos de atenuar, agrava su responsabilidad.
Para el fiscal y el jurado popular esas pruebas y argumentos no fueron suficientes para una condena ejemplar. Desestimaron la condición de policía del asesino y entendieron que, como mucho, hubo un “exceso en la legítima defensa”, cuando quedó demostrado que Franco y su primo no llevaban armas.
Para peor, absolvieron al otro agente que no tuvo ni un gramo de humanidad cuando por sus venas corría sangre con alcohol. El chico agonizaba en la calle y este oficial imposibilitó cada intento de traslado al hospital.
Era una buena oportunidad para que la Justicia rompa con los sentimientos de estigmatización de clase, para darle el mensaje a las fuerzas de seguridad que no se puede disparar por antojo y que, en todo caso, es el último recurso en el protocolo de acción.
La Justicia de Córdoba quedó expuesta una vez más: está del lado de los poderosos, es influenciable por la decisión política y es clasista.
El mensaje de la sentencia es tremendo: si sos morocho y circulás en moto, la policía te puede disparar sin más argumentos. Y si estás agonizando, te dejarán morir.
Tanta injusticia que no puede ser. Tanta injusticia que duele.
A Franco lo mató un asesino una madrugada de verano. Ahora lo mató la Justicia otra vez.