Por Carolina Pérez. Una y media de la tarde. No sin esa extraña sensación de salida prohibida, salgo de casa. Tengo que hacer la denuncia, es un motivo válido. ¿Estará entre las excepciones del artículo 6? Todo en la calle, en la comisaría, en las miradas de la gente se reviste de una bruma que el brillo del sol no puede disipar.
Volviendo, ya casi llegando a casa, se advierten un montón de restos de poda, de vulgares restos de poda que mi vecina acaba de abandonar.
Con la impresión de que toda esa vida no puede quedar tirada, así, sin que nadie intente algún rescate, revuelvo la pila de ramas y encuentro los tesoros más hermosos: dalias bicolores y geranios florecidos asoman entre hojas muertas y sus colores intensos reclaman su derecho a exhibir su belleza.
El dueño de casa aparece; se dirige hacia mí sin vacilar. A través de la reja, confieso mi delito:
-Buenas! Le estoy robando las flores que dejó.
– Robe, nomás! Le gustan las pencas?
Sin esperar respuesta se interna en su casa y regresa con un pequeño cactus en una latita de cerveza, (justo de esa cerveza que disfruto en esas noches de dulce compañía. Que disfrutaba, debo decir ahora). Me lo ofrece sin decir palabra y me explica que es hijo de aquellos más grandes que están en la ventana.
Agradezco y pregunto por la señora, guardiana de rosales y orquídeas que todos los días cuida de sus criaturas. Como invocada, llega con su sonrisa y me explica que esas dalias son de papa, que nada saldrá de esa flor seca donde yo depositaba esperanzas de hallar alguna semilla.
A un ritmo que no corresponde a su edad, se dirige hacia su planta de dalias y, luego de darle algunos sacudones cuchillo en mano, hábilmente enterrado, trae sus papas como un regalo para esa desconocida que apareció, en medio de la desolación de la siesta y del encierro obligatorio.
El señor, que había desaparecido nuevamente en la vivienda, trae ahora dos plantas con flores en una bolsa. Una Enamorada del sol y una Flor de liz. No puedo más, no entiendo esa generosidad casi desbordada que fluye a través de la reja. O sí, tal vez sí entiendo.
Me pregunto qué se ofrece detrás de tanta planta, de tanta belleza de su propia creación.
Me voy llena de consejos y recomendaciones y de algún ligero desconcierto. Prometo plantarlas al llegar a casa. Prometo volver con otras que retribuirán el favor. No hace falta, dicen sus rostros.
No fue el sol el que disipó la bruma de la cuarentena. Hoy no fue el sol.