En estos días le pido a mi mamá que me cuente lo que recuerda de esos días. Ella parece estar esperando, reconcentrada en la cotidianeidad de esos años, en la calle, en la familia, en los vecinos, en su vida de ama de casa con tres hijos pequeños en una ciudad que no era la de ella.
A veces me cuenta lo mismo y en cada relato a mi se me despierta un recuerdo de algo que vi o sentí y no entendía, un recuerdo de infancia que se va acomodando en una trama mas completa y más oscura.
Esta vez me contó una historia nueva de una familia vecina que vivía en diagonal a mi casa. “Un chalecito lindo”, dice mi mamá, un señor peticito, medio rubio, lo describe, ingeniero creo que era y tenía dos hijos varones.
Ellos, esos hijos, ya casados, desaparecieron primero. Después, las dos nueras y los dos nietos de dos y cuatro años del señor peticito y medio rubio, que vivía en diagonal de mi casa.
-A mi me lo contó la señora de al lado, doña B, vos te la acordás, me dice mamá.
-Me lo contó susurrando, porque a ella lo que la impresionaba mucho era la mamá de una de las chicas que ella conocía.
“Va por la calle llorando, buscando, le pregunta a los que pasan y llora a los gritos”, repetía doña B. A esa señora finalmente la declararon loca y la internaron, sin hija y sin nietos.
Tal vez era mamá doña B y esa mamá y esa hija y los hijos de su hija la desgarraban como a mi mamá que no puede contar esa historia sin llorar, también por el señor de enfrente y sus hijos, sus nueras, sus nietos, su familia entera desvanecida sin retorno.
Tal vez fue tal el horror que mi mamá no puede recordar todo de una sola vez. Y es mejor así porque cada vez lloramos por esas vidas, por nuestras vidas y no dejamos de contar, para que esos que no están sigan existiendo sean memoria de la verdad y nuestra forma de reclamar por justicia.