Por Fermín Borthele.  Un muy viejo chiste afirma que cuando dos peronistas se encuentran arman un sindicato. En cambio, cuando lo hacen dos radicales, es para armar una interna.
Precisamente, fueron las internas partidarias en la U.C.R. un signo de su vitalidad política; la expresión de una intensa movilización al interior de la organización y un ejemplo de democracia que el partido exhibía con orgullo en el marco de una coexistencia -siempre inestable- de diversas corrientes políticas, ante partidos donde el “dedo” era el que mandaba.
Es cierto, también, que se trató, desde sus inicios, de corrientes internas con enfoques políticos opuestos, donde la cadencia del enfrentamiento estaba marcada por los principios políticos entre personalidades “fuertes”. A grandes trancos, podemos ejemplificar las diferencias entre Mitre y Alem, cuya ruptura política marca el nacimiento del partido. Hay una marca fundacional ahí. Contra Alem, se planteó luego la disidencia de su sobrino Yrigoyen: las razones estratégicas los distanciaron y el suicidio del tío, dejó expedito el camino a don Hipólito en la lucha contra el “régimen” conservador. Si algo quedaba siempre claro es que los radicales no podían pactar con los conservadores.
Ya iniciado el siglo XX, la fractura más seria fue entre “alvearistas” cercanos a los conservadores versus “yrigoyenistas”, hecho que dividió formalmente al partido en 1924. En los años peronistas emergerían las diferencias entre “unionistas” y los reformadores de la “intransigencia”, hasta llegar a la disputa entre balbinistas y alfonsinistas en los ‘70 y ‘80. En toda esa historia, la U.C.R. confirmó liderazgos vitalicios, donde la muerte del líder habilitaba el recambio partidario, al mismo tiempo que sostenía una regla del juego básica: quien perdía la interna, aún a regañadientes, se encolumnaba disciplinadamente detrás del ganador.
Esa historia terminó en 2001. Después de dos experiencias democráticas que se imponen en la memoria popular con la renuncia anticipada de Alfonsín en 1989 y De la Rúa yéndose en helicóptero, la U.C.R. ingresa al siglo XXI en un proceso de diáspora, confusión, ausencia de ideas y de líderes para la renovación. López Murphy, Carrió o Cobos, son solo tres nombres que ejemplifican a toda una pléyade de tránsfugas y oportunistas que, sin ideas ni proyectos, inauguraron nuevos espacios, se transformaron en radicales “K”, se sumaron al proyecto de Macri o, ahora, se convirtieron en radicales “con peluca”.
A ese devenir y la falta un proyecto político, hay que adicionar el abandono social: la clase media, histórico sostén del partido, ya muy fragmentada internamente, se ha lanzado a la búsqueda de representación en otras propuestas: el PRO de Macri o el experimento libertario son destinos adonde, reviviendo un visceral anti peronismo o deseos imaginarios de un bienestar imposible, ha reconducido los votos.
Alem se suicida en 1896. En su testamento político sentencia: “que se rompa, pero que no se doble. ¡Adelante los que quedan!”. Ahí estaba el mandato del porvenir: avanzar sin transigir con los principios.
Los que van quedando, ¿serán capaces de redireccionar los extravíos de la historia?