Por Fernando Agüero. 

-Te amo, hija. Estoy orgulloso de vos; le escribí a Catalina una noche en los últimos días de noviembre de 2023.

Su respuesta fue corta y conmovedora.

-Yo también, pa. Te amo un mundo.

Después de secarme las lágrimas que salieron como torpedos, pensé en esa frase, la busqué en mis lecturas o en las cosas que en mi vida escuché sobre el amor y lo cierto es que creo que se le puede dar total y absoluta licencia de creatividad a mi niña.

Al día siguiente de esa noche de las últimas de noviembre, un pequeño globo transparente apareció flotando por la parte izquierda de mi ojo derecho.

Mis ojos han sido siempre un tema de conversación entre amigos, familiares, allegados y hasta desconocidos.

Son grandes como dos globos perfectos que muestran siempre los colores de las venas que circundan las pupilas. Cuando les da el sol pueden verse verdes o parduzcos.

En su honor he recibido apodos como el de “vaca”, el de mayor anclaje entre los conocidos de mi pueblo, en mis hermanos y sobrinos.

Se me ocurre que debe tener que ver con esa mirada entre triste e inocente que tiene el ganado vacuno, consciente de su ineludible porvenir, de su paso cansino pero directo al matadero. Quizás transmito lo mismo o quizás mis ojos muestran la notoria crudeza del destino que Manrique deja en las Coplas para la muerte de mi padre. Su padre. Nuestras vidas son los ríos ….

Menos originales son los apodos de mis célebres compañeros de secundaria que apelan más al llano adjetivo “ojudo” o se enfocan en el apellido irlandés o escocés del prócer chileno Bernardo O’Higgins.

En junio de 2022 me diagnosticaron el desprendimiento de retina en el ojo izquierdo, el mismo en el que en 2009 tuvieron que extraerme una catarata y colocarme una lente intraocular que brilla al reflejo de una luz artificial.

Se lo atribuimos, mi médico y yo, a un golpe con una pelotita de tenis que tuve a la edad de 18 años.

Bastaron algunos años para que el diagnóstico mutara a que soy miope. Lo supe el año pasado. Y soy un miope groso como para no andarme con chiquitas. Miopía magna, me dijo hace unos días que tengo el médico de apellido armenio que me atiende.

Es un mal congénito que también tuvo Borges, con el que además coincidimos en la fecha de cumpleaños: 24 de agosto. Nada más que en eso.

Esa anomalía causa que los miopes grosos veamos borrosos los objetos lejanos y un poco más nítidos los cercanos. Además, desde que nacemos vemos el mundo a través de una película en la que aparecen pequeñas mosquitas o manchitas negras.

En algunas ocasiones, los miopes magnos seguimos con la mirada interna el viaje de esas manchitas y nos perdemos en ese mar provocando en cualquier observador externo la creencia de que estamos soñando despiertos o, simplemente, que somos bobos. Somos miopes.

Pregunté al médico armenio de dónde podría venir toda esta cuestión y la respuesta fue clara: pura genética, herencia. Un mal congénito que viajó a mi ser desde la vía paterna, creo.

Nada que tenga ver con el estrés u otro comportamiento de mi persona.

Los consteladores familiares, esos a los que considero timadores de primera línea y vendedores de ilusiones que utilizan el pasado de la gente para sacarles plata, se hubieran hecho un picnic conmigo si conservara la inocencia de otros años.

Sin embargo, aquí estoy, mirando de reojo la existencia, con un gas que todavía flota en mi ojo derecho que se utiliza para que la retina quede firme ahí, al menos por unos años más.

Un mal congénito, un error en el armado de mi cadena genética que salta justo unos días después de que, en el afán de continuar con este proyecto de escritura, uno de los relatos se refiera a mi abuelo paterno.

Y que por primera vez en mi vida de lector asiduo y semi voraz haya dejado de lado mis estúpidas razones políticas y me convirtiera a fuerza de no leer noticias por razones más que obvias para la época, en un afiebrado consumidor de todo lo que haya escrito Borges, el mismo que tuvo miopía magna, retinitis pigmentaria hasta quedar ciego.

Dice Piglia que es notoria la diferencia entre el Borges que ve y el Borges ciego. No voy a discutirle porque él era un erudito borgiano y yo sólo soy un nuevo lector. Igualmente, no creo que eso sea cierto. No creo, no es que lo sepa o lo pueda argumentar.

Sigo.

El desprendimiento de retina obliga a una intervención urgente. Por lo que entendí, es progresivo y cuando se hace evidente, hay que ir al quirófano. No queda otra alternativa para evitar la ceguera en el ojo en cuestión.

Y lo que en el ojo izquierdo fue una sorpresa y algo totalmente desconocido, en el derecho se fue dando con avisos que percibí antes que nadie y con un proceso lento.

Una tarde en el río, en una de las caminatas que dan origen a este proyecto, pasaba por mi piedra cuando percibí que las clásicas mosquitas del miope se transformaban en una bolita negra más gordita y poderosa.

Fui a un control a los pocos días y la médica que me atendió no encontró nada raro.

Pasaron un par de meses hasta que una pequeña sombra transparente se apareciera por el costado izquierdo. De a poco fue tapando parte de mi visión. Era sábado y en la guardia de la clínica tampoco encontraron nada. Como todo continuó y nada se disipó, volví a la consulta el martes siguiente y, tal como lo pensaba, era otra vez la retina.

En la habitación en la que se hace el todo el trámite previo a la operación conocí a Nachito, un chico de San Luis, de 28 años, que esperaba una operación en la retina que le permitiera volver a ver. Me sorprendió su naturalidad y frescura.  La charla que tuvimos me ayudó a entrar en el quirófano en paz y sin pensamientos oscuros.

En el recorrido en taxi, después de la operación percibí que mientras miraba la vida real por el ojo izquierdo; en el derecho, aunque lo mantuviera cerrado, se sucedían escenas dantescas de gusanos que moviéndose en un frenetismo inquieto.

Pasaban por mi ojo orgías de cuerpos extraños y nanométricos que se frotaban en una bola de carne informe.

Y, de pronto, todo era lento y aparecían paisajes con jardines de árboles frondosos, verdes, celestes y una claridad parecida a la del paraíso que nos contaron.

Belleza. Oscuridad. Cielo. Infierno. Todo eso, todo en un ojo. En el otro, el kiosquero con el rostro más comechingón de Córdoba, que te dice que la tarjeta del urbano tiene 700 pesos en contra.

Se me ocurrió hablar del tema con mi amigo Juan Carlos, una eminencia en lo que es neurociencia. Lo consultan expertos de todo el mundo en lo que lo llevó a estudiar toda la vida y es materia de su investigación que, aclaro, no tiene nada que ver con la visión.

Y cuando lo encuentro en el bar de la estación de servicio de la esquina de Irigoyen y San Martín, en Carlos Paz, me doy cuenta de que sigue siendo el tipo más normal del mundo. “La humildad de los grandes”, me digo siempre cuando pienso en él.

La pregunta que le hago es por demás pelotuda, típica de periodista poco informado en la materia de la entrevista.

– ¿Cómo es que el ojo le transmite al cerebro lo que ve o cómo es que capta lo que después el cerebro descodifica?

Termino la pregunta y recuerdo la célebre entrevista del peluquero de los famosos en la que se enreda en frases sin fin para interrogar a su interlocutor.

Juan Carlos me mira y con la serenidad con que siempre habla me explica todo.

En verdad, lo que yo quería saber es que era esa bola de bichos movedizos que aparecía en las horas posteriores a la operación.

-En el ojo tenés receptores visuales. Los conos y bastones. Los bastones son para oscuridad, claridad. Los conos, para color. Reciben la información visual, la envían al núcleo del tálamo. Ahí hacen conexión y mandan a un hemisferio y al otro hemisferio. La información visual es procesada por la corteza occipital. Ahí se une a áreas de asociación acústica, visual, táctil y le da sentido a la interpretación; arranca Juan Carlos.

Yo lo miro a media vista, con el ojo izquierdo regulando todo.

-La mayoría de la información es contralateral, de un ojo al hemisferio opuesto. Pero también hay ipsilateral, que se conduce por el mismo hemisferio. De esa manera se puede generar la visión estéreo tópica, de profundidad, de asociación con otros estímulos. Y se le da sentido a la información. Las puramente visuales están en el área occipital, bien atrás. Más adelante están las áreas de asociación con otros sentidos donde se da toda la información necesaria.

Yo sólo atino a hacer acotaciones simples. Ajam, bien, mmm, y otras de ese tipo que es común encontrar en periodistas amigos de los entrevistados.

Juan Carlos continúa explicándome todo con su voz pausada y siempre tranquila.

-Hay áreas que tienen que ver con la lectura y la interpretación de las palabras o la emisión de las palabras. Y también reciben la información a través de los ojos. Generalmente, la estructuración del lenguaje tiene que ver con la percepción visual de lo que se ve o se lee con la información que tiene ya acuñada en sistema nervioso central que le da sentido. Es muy compleja. Si hay lesiones en “Wernike” en “Broca”, lo que cambia es la interpretación de lo que se lee o la emisión del lenguaje para describir lo que uno percibe. Es un sistema altísimamente complejo que implica a todas las áreas del cerebro.

-¿Son apellidos?, pregunto.

Juan Carlos asiente y sigue.

-Son las que le dan sentido a lo que uno percibe y a lo que uno va a decir sobre eso.  Depende de las lesiones que existan en qué es lo que se va alterar. SI se altera el color, si se altera el sentido de una palabra o lo que uno va a decir. La lesión de la parte receptora es una de las más graves porque la información se deja de enviar.

Juan Carlos se despide de mí con un abrazo y buenos deseos de recuperación.

Minutos antes de la Navidad, recibí un mensaje de texto con su lenguaje natural y a la vez de onda profundidad en el que me volvía a desear buenos augurios. Un Agüero bueno, pensé.

A un mes de la operación, en el mundo cambiaron algunas cosas.

Mientras tanto, el mundito que flota en mi ojo izquierdo sigue intacto, ofreciéndome una perspectiva de las cosas que no siempre es la que el otro mundo espera de mí. En el derecho todo está deformado y lejano. Hay alguna cosa en el centro de la visión, de bastones o conos, que provoca esa sensación oblonga, amorfa, gelatinosa.

“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribió Pavese, desesperado en desamor.

Pero en el mundito de mi ojo izquierdo hay otra vida y otros ojos.

Aparecen los ojos de mis padres observándome anchos de orgullo por alguna pavada mía.

Está mi mirada de robot para descubrir posibles peligros en habitaciones extrañas ante la inminente llegada de mis hijos pequeños a romperlo todo.

Están los ojos de cielo de mi madre el día en que por primera vez en la vida le dije que la quería.

El mundito de mi ojo izquierdo no gira, flota. Va y viene, pero está, siempre está.  Es igual al amor, el amor de Catalina.